DUNIA, MULK, YABARUT

 

2019

Escultura; Bronce, madera de olivo, cerámica y hueso.

Exposiciones:

III Premio Cervezas Alhambra de Arte Emergente - ARCO 2019.

CREAR/SIN/PRISA - Tabacalera Promoción del Arte, Madrid, 2019.

 

Dunia, Mulk, Yabarut (Tierra, Cielo, Espíritu) es una reinterpretación del yamur, un elemento arquitectónico de la Granada Andalusí.

Los yamures son unas estructuras metálicas consistentes en 3 esferas engarzadas a un vástago vertical, que se colocan en los alminares, para proteger a las mezquitas de lo sobrenatural.

Restos de antiguos yamures han llegado hasta nuestros días escondidos en las iglesias granadinas, reaprovechados como bases para veletas o pararrayos, en ocasiones culminados por una cruz, convirtiéndose así en testimonios biográficos de la ciudad.

Las cualidades protectoras del yamur están vinculadas a su simbología divina, se dice que cuando los yamures son de tres esferas, representan a los tres mundos en los que la divinidad islámica se da a conocer: dunia, mulk y yabarut (terrestre, celestial y espiritual). De la misma manera, los pararrayos que fueron incorporados con posterioridad, vienen a equilibrar las fuerzas entre los mismos tres mundos; toma de tierra, atmósfera y corriente eléctrica.

Dunia, Mulk, Yabarut es una escultura de forja mixta que parte del cuerpo tradicional del yamur. Su morfología es el resultado de la suma de los iconos protectores usados por los habitantes de la ciudad de Granada en diferentes momentos históricos; el yamur, la cruz, el pararrayos... Está fabricada con materiales que tradicionalmente han sido empleados como mecanismo de defensa ante lo sobrenatural, como son el hueso, la madera de olivo, el barro cocido y el bronce, lo que hace que aumenten las cualidades apotropaicas de la escultura, y la conviertan en un poderoso talismán.

 

Dunia, Mulk, Yabarut. Un proyecto de Asunción Molinos Gordo

Javier del Campo

Muchos señores, en sus necesidades, han querido quitarlas para cambiarlas por dinero, pero siempre les ha sobrevenido algún accidente siniestro que les ha obligado a dejarlas en su sitio por la cual se tienen ya de mal agüero, el intento de quitarlas de allí. Dice el vulgo que estas manzanas fueron colocadas allí bajo un influjo tal de los planetas que no podrán ser quitadas de aquel lugar jamás, añaden además que la persona que las colocó allí, ejecutó cierto conjuro mágico por el cual obligó a algunos espíritus a hacerles guardia perpetua. […]

León el africano. Descripción de África y de las cosas notables que allí se encuentran [1550, Venecia], edición de Hijos de Muley-Rubio, 1999, p. 69.

En el rico léxico aportado al castellano por los árabes sobresalen no pocos términos relacionados con el arte y la arquitectura. Su fortuna ha sido desigual. Algunos son de uso cotidiano, otros apenas se emplean o se han visto relegados a un ámbito especializado, cuando no, simplemente, parecen ya ajenos a nuestra lengua. Casi podría decirse que su capital crítico ha corrido paralelo a la memoria conservada del vocablo. En los diccionarios de términos de arte y arqueología podemos encontrarnos con numerosos ejemplos de cuanto digo, y comprobar luego los numerosos artículos en los que estos aparecen como protagonistas o como recurso estilístico.

Cuando Asunción Molinos Gordo comenzó a pergeñar su propuesta artística en torno al yamur, iniciamos también una pequeña investigación historiográfica. La voz apenas ha tenido presencia en nuestra literatura. Al margen de los glosarios, podemos decir que solo Leopoldo Torres Balbás se ocupó de ellos en un artículo publicado en1958 en la revista Al-Andalus.[1] Significaba ya entonces que su conservación se había debido a la transformación de los alminares de las mezquitas en campanarios de iglesia cristiana. Apuntaba también que en numerosas ocasiones la pobreza de las construcciones soportantes quebraban con el peso de las campanas instaladas en los minaretes, arruinando así los vistosos remates que los coronaban.[2] Los yamures de las mezquitas hispánicas se conocieron en rigor a partir de descripciones medievales y por comparación natural con los conservados en el norte de África, hasta que se localizó un ejemplar en la Península Ibérica que dio origen al estudio de Torres Balbás que citamos. El yamur de Alcolea, conservado en el Museo Arqueológico de Córdoba, sirvió como base para el estudio de su tipología y para permitir identificar sobre los tejados de los campanarios algunos otros supervivientes. Aunque la nómina no es muy extensa, no procede citar aquí más que algunos de ellos, como el de San Juan de los Reyes de Granada; el de la mezquita del Cadí, luego reutilizado en la iglesia de Santa Ana de Granada y expuesto en el Museo de la Alhambra; el de la Iglesia de San Mateo en Lucena o el del Convento de la Concepción en Pedroche, Córdoba.

Casi todas las descripciones, que acompañan las escasas informaciones sobre el yamur, repiten en esencia la aportada en su día por el arquitecto Torres Balbás: una barra vertical de hierro sujeta a la cúpula que cubría la terraza del alminar, en la que se insertaban un número indeterminado de bolas de cobre bronce o latón —en ocasiones recubiertos de oro y plata— en tamaño decreciente. Yamures de una bola, de dos, tres y hasta cinco sobre los que se ha especulado sobre su función mágica y religiosa. Estas bolas, identificadas con manzanas, se relacionan con la virtud que atribuían a esta fruta como detentoras de las serpientes. Esta creencia popular habría operado a favor de su mantenimiento una vez convertidas las mezquitas en iglesias, porque no han sobrevivido otro tipo de yamures. La propia palabra en árabe no deja de ser controvertida. En el árabe magrebí parece referir el “extremo del mástil de la nave”, es decir, la “barra” metálica en sí, y no lo que contiene, pues otros alminares se adornan con medias lunas, o con un gallo con las alas abiertas (como se cuenta del de la mezquita mayor de Granada).

Cuando Asunción Molinos Gordo se interesó por este elemento quiso fusionar en una escultura exenta la vindicación de la memoria, la tradición popular, el pasado arquitectónico, la recuperación del patrimonio, el trabajo consciente y esmerado de la artesanía, el esfuerzo físico y la compleja elaboración teórica que toda creación contemporánea conlleva. Molinos quiso que su yamur fuera el resultado de una calculada operación geométrica en la que la sucesión de las diferentes manzanas guardaran una proporción armónica, pero sobre todo quiso que la elección de los materiales fuera tan respetuosa con el pasado como audaz en su ejecución. Estaría el bronce, por supuesto, incardinado con la evocación de los yamures clásicos, pero también la cerámica, la madera de olivo y el hueso de res. Y está también la veleta y el pararrayos, con los que el yamur acentuó su relación protectora entre nosotros. Como es habitual en el trabajo de la artista, la aportación de artesanos experimentados se torna crucial. El horno del ceramista, la forja del herrero y el torno del carpintero han permitido dar forma a un aparato que se nos antoja muy en consonancia con otros trabajos de Molinos.

Nada parece ajeno a una posible interpretación simbólica. Fuego en la conformación de las bolas cerámica y metálica, tierra y raíz en la elocuente relación de la madera pétrea del olivo con nuestro entorno cultural, hueso encaramado, en la última de las bolas, hasta la proximidad de la veleta y al pararrayos estilizados en una pluma y en una rama germinal y ascendente. Una pluma como saeta convierte el yamur en torre de los vientos, en una metonimia del gallo que adorna las veletas desde, al menos, el siglo IX. La propia base de la escultura de Asunción Molinos, ligeramente piramidal, nos recuerda las conexiones del pararrayos con las varillas a tierra, a la par que invoca el edículo abovedado sobre el que se alzaban los yamures  y que servía de terraza al muecín.

La artista, como es frecuente en su trabajo, vuelve a proponernos un ejercicio de apropiación cultural para en verdad hablarnos de otra cosa. Lo apotropaico del yamur, su efecto de protección emanado desde lo alto como un surtidor salvífico, se transforma en un deliberado juego entre la certeza y lo desconocido. La apariencia (la misma presencia física del objeto), su clara definición en formas y volúmenes, podría distraernos y de algún modo velar la esencia del proyecto. Lo atractivo de su yamur es que su función taumatúrgica y su relación con el hermetismo y la cábala sobrepasa con mucho la estricta traza decorativa adscrita uno u otro ámbito religioso. Otro tanto puede suceder con las referencias históricas y antropológicas que están en el sustrato de la obra, que le dan un soporte teórico y la apoyan argumentalmente, pero que en rigor no son la obra.

Concluía Torres Balbás su artículo lamentando la pérdida de los yamures en los campanarios y minaretes hacía ya demasiado tiempo, cuando las manzanas decrecientes dominaban el paisaje de nuestros pueblos y ciudades. El arquitecto decía que tal vez el hallazgo del yamur de Alcolea podía ayudar a reconstruir su aspecto y, de algún modo, abogaba por ello. Asunción Molinos ha realizado ese apasionante viaje de traslación cultural al proponer una lectura nueva, contemporánea y abierta con una escultura en la que los volúmenes rotundos de las esferas, los propios materiales con los que han sido construidos impelen una lectura organizada y cerrada que desafía al espectador y lo traslada a un nuevo territorio en el que lo incorpóreo se sobrepone a lo concreto.

[1] Leopoldo Torres Balabás: “El yamur de Alcolea y otros de varios alminares”. Al-Andalus, t. XXIII, pp. 323-333, 1958. Disponible en el archivo digital de la Universidad Politécnica de Madrid http://oa.upm.es/34217/, consultado el 10 de octubre de 2018.

[2] Entre 1939 y 1941 Torres Balbás inventarió los minaretes conservados en la Península Ibérica: “Alminares hispanomusulmanes”. Cuadernos de Arte, Universidad de Granada.

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